De niño era reacio a nadar, a Íñigo Llopis lo que le apasionaba era jugar al fútbol como portero, siguiendo los pasos de su padre, entrenador de guardametas del Real Madrid. Hasta que en el colegio se rompió la pierna en la que tiene una malformación. Nació con el fémur más corto y su brazo derecho también es más pequeño. Dejó la pelota y a los 10 años probó la natación, deporte que le ha encumbrado a la cima. Después de proclamarse campeón mundial y europeo, el donostiarra se ha coronado en París con un oro paralímpico de pura raza en 100 espalda S8.
Una medalla que le faltaba en su palmarés y que simboliza la tenacidad, la pasión, la fortaleza mental y el triunfo de un deportista que ha tenido que nadar a contracorriente superando obstáculos, como una grave lesión que le mantuvo varios años en el dique seco. Casi le amputan la pierna derecha y no sabía si volvería a competir. Pero nunca se rindió, a base de redaños, compromiso y trabajo ingente regresó a la piscina como un titán. En Tokio 2020 se colgó al cuello una plata, en 2023 en Manchester fue oro mundial y este año campeón continental. Ahora ha subido un escalón más con el metal dorado en unos Juegos. Ya tiene la triple corona en su prueba predilecta, la gloria eterna.
“No tengo talento para nadar, soy más de trabajar, de esforzarme al máximo, de dar el 200%, de dejarme el alma”, decía en una entrevista con dxtadaptado.com. Y así hizo en la final, no se guardó ningún gramo de energía, demasiado suculento era el manjar como para dejarlo escapar. Era el favorito al trono paralímpico y no iba a dejar que ni el japonés Kota Kubota ni el israelí Mark Malyar le aguaran la fiesta. El escenario no podía ser más idílico, un pabellón de La Défense Arena a rebosar, salpicado de banderas españolas. En las gradas, familiares, amigos y compañeros de selección les jaleaban.
El guipuzcoano llegó hasta el poyete con su pícara sonrisa, relamiéndose y demandando su presa. Entró al agua a mandar, con un gran nado subacuático, saliendo a la superficie en tercera posición, algo que no le preocupaba porque confía plenamente en su vuelta demoledora. Había equilibrado los esfuerzos, lleva en la cabeza cada movimiento, los segundos sumergibles y las brazadas mirando al techo. En el viraje ya se puso líder, encendió la turbina y dio el zarpazo para confirmarse como el rey de la disciplina, una bestia de la espalda. Tocó la pared en 1:05.58 – Kubota fue plata y Malyar bronce- y señaló a sus compañeros de selección fuera de sí. Otra obra de arte para ganar ese oro con el que tanto había soñado.
“Hemos trabajado todo el año con la ilusión de poder lograrlo. El oro del Mundial nos daba confianza, este año las marcas eran muy buenas y hemos podido culminarlo. Se lo dedico a mi entrenador -Isaac Pousada-, a mi padre, a Nahia Zudaire -su pareja y nadadora- y a todos los que me aguantan”, ha recalcado el campeón paralímpico.